Artículos Jurídicos de aporte a la colectividad
Artículo Sociedad de riesgos vs. el Estado de Derechos y de Justicia
SOCIEDAD DE RIESGOS VS. EL ESTADO DE DERECHOS Y DE JUSTICIA
Artículo publicado en la Revista Novedades Jurídica de Ediciones Legales. Año VII, Número 46, abril 2010, pp. 30-35
M. Paulina Araujo Granda
Sin pretensión alguna de que este ensayo se centre en una crítica irresoluta acerca de la nueva estructura estatal descrita en el artículo 1 de la Constitución de la República, norma suprema en vigencia en nuestro país desde el 20 de octubre del 2008; mi auténtico objetivo es llevar al lector a la reflexión correcta y técnica de lo que Manuel Atienza[1] denomina como la “ubicuidad del Derecho”, de la cual muchas veces las sociedades no son del todo conscientes, pese a que el fenómeno jurídico es omnipresente en todo grupo organizado de individuos, aunque no necesariamente puede estar vinculado a la aplicación real del conjunto de normas emanadas del órgano competente respectivo; en especial, cuando se parte de principios programáticos que se esperan aplicar a futuro y se deja de lado la realidad particular de cada pueblo, que conforme somete sus actos a la legalidad imperante, se cuestiona si las soluciones apegadas a “Derecho”, son en verdad el mecanismo idóneo para la garantía de la convivencia pacífica de los miembros de un Estado.
Con toda certeza, no hay ciencia que haya generado mayor polémica para lograr una definición unívoca que el Derecho, debido a que al estar dentro de las ciencias fácticas o empíricas que se ocupan de hechos que se verifican en la realidad tangible (ciencias que estudian el comportamiento humano en sociedad y sus productos culturales); a diferencia de las ciencias formales, en las que el objeto de estudio reside únicamente en los productos racionales creados por la mente del investigador; en las ciencias sociales, por su indispensable dinamismo, todas sus teorías y directrices, pese a tener validez científica, poseen valor relativo y sin duda, tienen un estado de provisoriedad, sin olvidar que para hablar de entidades jurídicas, existe un juicio de valor previo y permanente acerca de lo que se permitirá, prohibirá o protegerá, en otras palabras: los límites de los preceptos legales, que se entendería implican la aceptación de la sociedad a la que van a conducir, concretamente en los regímenes democráticos.
Ahora bien, para acercarme a lo que hoy en día se conoce como sociedades de riesgo, es menester referirme a la esencia misma del Derecho enunciada en las líneas precedentes: su dinamismo, debido a que conforme los pueblos se desarrollan, surgen nuevas necesidades y nuevas conductas que deben ser tomadas en cuenta por el Estado, con la finalidad de lograr la consecución del bien común y el orden público; de ahí que la práctica legislativa debe estar vinculada, más allá del correcto uso del lenguaje técnico-jurídico y el planteamiento adecuado de las premisas fundamentales del silogismo que requiere la elaboración normativa, además tener presente la cultura legal, la historia de su pueblo y la posibilidad real de la satisfacción de sus necesidades.
Haciendo una reflexión comparativa entre las necesidades de décadas atrás y las actuales y las Cartas Políticas que nos han regulado, es notable la diferencia tanto en la tecnicidad y profundidad de las expresiones jurídicas en relación a lo que el pueblo esperaba de los detentadores del poder[2]. Hoy en día, no sólo el Ecuador sino el mundo entero ha tenido que hacer frente a nuevos “enemigos” -por así llamarlos- y aplicar medidas gubernamentales severas, con la finalidad de frenar el acelerado desarrollo de los potenciales “riesgos” que derivan del fenómeno de la globalización y la pretendida generación de comunidad de naciones, que aunque su finalidad denota una noble intención, también ha dado cabida a la restricción en la toma de decisiones nacionales a través del condicionamiento de créditos, ha perfeccionado el modus operandi de los delincuentes, por citar un ejemplo: de estafadores han pasado a constituir el mayor peligro al orden económico mundial a través del lavado de activos o el uso de empresas para ocultar actividades antijurídicas, sin pasar por alto a la delincuencia diaria que cada vez se torna más violenta y trata de ser solventada incluso a través de los mecanismos primitivos de la venganza privada.
En una sociedad de riesgos y en general, cuando el Estado se ve en la necesidad de implantar políticas rígidas y tajantes que expresen un control social formalizado, no existe mejor mecanismo que el uso del Derecho Penal, que aunque al tenor de nuestra legislación lo que pretende es la rehabilitación y reinserción social de los infractores a más de guiarse por la aplicación de los principios de oportunidad y de mínima intervención penal por parte de la Fiscalía General del Estado[3]; la intención estatal real ha sido generar en la población el temor de recibir una pena severa y así supuestamente prevenir el descontrol de sus actuaciones cuando afectan derechos fundamentales tanto de personas naturales como jurídicas, aunque no podemos dejar de mencionar que a través de las reformas al Código Penal y de Procedimiento Penal del 24 de marzo del 2009, publicadas en el Suplemento del Registro Oficial No. 555, así como se crean figuras como los “delitos de odio” y con posterioridad en abril del mismo año, las figuras del “genocidio y el etnocidio”; también se trastoca el sentido del control social de delitos tan comunes y frecuentes como el robo y el hurto, así como del cheque sin provisión de fondos, figura delictiva última que ha quedado despenalizada y debe ser resuelta por la vía civil.
Sin lugar a dudas, es el Derecho Penal la rama del Derecho que al ser una materia extremamente vinculada al poder de coacción del Estado, manifestado en tres niveles de acción: sea cuando se procede a la elaboración de leyes penales y a la ponderación de las acciones u omisiones que son lesivas para la sociedad, sea cuando se administra justicia y se imponen las penas a los responsables; y, finalmente, cuando se ejecuta una sentencia; no cabe duda que la finalidad de las políticas en el área penal y criminal deben constar en la Constitución, puesto que el ejercicio legítimo del poder punitivo o ius puniendi, sólo puede ser justificado cuando, a la par de proteger bienes jurídicos fundamentales, se asegura que la persecución penal está rodeada de garantías de los derechos humanos[4].
En nuestro país, es decir en el Estado de Derechos y de Justicia vigente, que se entiende parte de la estructura conocida como “Estado de Derecho”, no cabría la mínima duda de que el Estado respetará todo ámbito de la libertad de los individuos, debido a que al estar todos y cada uno de nosotros sometidos al ordenamiento jurídico, con más razón los órganos y autoridades estatales deben ceñirse a las directrices normativas para legitimar y validar sus actuaciones, no en vano el literal l), del numeral 7, del artículo 76 de la Constitución –dentro de los llamados Derechos de Protección-, se refiere a la debida motivación de las resoluciones de los poderes públicos, lo que abarca no sólo a las sentencias judiciales, sino, por ejemplo, a la elaboración normativa, al contenido de decretos, ordenanzas y acuerdos ministeriales, etcétera.
Cabe ahora preguntarse, en Ecuador se vive en una sociedad de riesgos?; aunque la respuesta es obvia para cada uno de los lectores, quienes hemos tenido que atravesar no sólo ingratos acontecimientos derivados de la propia naturaleza, sino además el asumir una deuda pública impagable e incluso, en muchos casos, ser víctimas del salvataje bancario de 1999 que obligó a millares de ecuatorianos a migrar al extranjero con la finalidad de lograr una vida digna, con el inmenso costo del replanteo del concepto de la familia como núcleo central de una comunidad, entre otros aspectos que han hecho surgir incluso tipos penales como el secuestro express, la trata de personas, la prostitución infantil, el incremento alarmante de delitos sexuales, contra la integridad personal, el honor, contra la propiedad, etcétera; frente a lo cual el legislador ha respondido, aunque desde la opinión general de los ecuatorianos el índice de criminalidad no ha disminuido.
Lo antes precisado nos permite cuestionarnos si la nueva estructura estatal ha mermado el constante sentimiento de desconfianza en el país[5] y si también ha demostrado que los derechos de los individuos y el “dar a cada uno lo que le corresponde” son premisas aplicadas sin distinción alguna como la Carta del Estado así lo prescribe mandatoriamente (principio de igualdad de todos ante la Ley), y es aquí donde precisamente el concepto de “sociedad de riesgo” se impone y trata de justificar muchas acciones abusivas del poder a pretexto de brindar mayor seguridad a cambio de menos garantías o el enviar sendos mensajes de que la responsabilidad de la pobreza en el Ecuador se debe a la riqueza generada y mal distribuida en pocas manos, hipótesis última que sin restarle valor, requiere de un estudio mucho más profundo y no puede ser ocultada a través de la entrega de ayudas económicas y acceso a créditos sin la garantía que la ley requiere a los sectores que se entienden entran dentro del área precisamente llamada como “personas y grupos de atención prioritaria”, que no es más que la selección impuesta por el Estado de los individuos en constante y permanente riesgo.
Reflexionemos sólo acerca del delito de peculado que ha sido una conducta que nos ha lesionado, nos lesiona y lo seguirá haciendo a todos, precisamente porque parte del tratamiento jurídico de la corrupción y de la visión patrimonialista del poder, de aferrarse a éste último para lograr proyectos personales en detrimento de los fondos públicos o privados, abusando de un cargo, a través de cualquier forma semejante que implique la distracción ilícita de fondos o bienes que los representen. Evidentemente esta infracción se ha generalizado tanto y ha provocado escándalos conocidos a nivel mundial y ha golpeado enormemente a nuestra economía, lo que se entiende legitimó que el poder constituyente desde 1998 decidiese colocar como norma constitucional direccionada a quienes hayan adecuado su conducta a la descripción de este tipo penal o al de concusión, cohecho o enriquecimiento ilícito, el juzgamiento en ausencia y la imprescriptibilidad de las acciones y las penas. Este es el ejemplo claro de una sociedad de riesgos que justifica la vulneración inclusive de instrumentos internacionales de derechos humanos ratificados por el Ecuador y vigentes dentro de nuestro ordenamiento jurídico.
Evidentemente no pretendo justificar de modo alguno ninguna conducta típica, antijurídica y culpable que está prevista en la ley antes de su cometimiento, esto en respeto irrestricto al principio de legalidad; pero de qué Estado de derechos y de justicia estamos hablando, cuando la propia Constitución ordena que se prive a un procesado del legítimo derecho a la defensa, que hoy por hoy, a través de sus diversos literales contenidos en los numerales 7 de los artículos 76 y 77, abraca incluso el tiempo de preparación del abogado para ejercer la defensa de la persona a quien se pretende hacer un juicio de reproche por su acción u omisión contraria a derecho.
Acaso el Estado de Derechos y de justicia hace diferenciación entre un delincuente y un no delincuente para garantizar los derechos fundamentales que son plenamente justiciables ante cualquier autoridad? O hay que recordar acaso que los derechos humanos no son una dádiva del Estado, sino que los poseemos por nuestra propia naturaleza, debido a que gracias a la figura de la “dignidad humana”, las personas debemos ser tratadas como un fin y no como un simple medio, delincuentes o no delincuentes. Es más, al tenor de varias sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuando una persona se enfrenta a un proceso penal y está privada de su libertad, el garante directo de sus derechos es el Estado, órgano que al ser el único detentador del poder punitivo, cuenta con un mayor andamiaje de investigación, acusación, juzgamiento que un una persona que se presume inocente hasta que no se demuestre lo contrario en sentencia ejecutoriada o resolución en firme.
Negar que una persona que ha delinquido tiene derechos, nos implicaría un retroceso a los agresivos postulados del Estado Absoluto que, al ser un ente todopoderoso al que se someten todos los individuos y que se rige por el principio antiliberal de que “el fin justifica los medios”, no existen límites, ni principios inmutables, mucho menos reglas a las que el Estado se someta, por lo que el Derecho Penal puede tener cualquier configuración y el sistema penal no deja espacio para las garantías individuales[6].
Curiosamente en los debates de la actual Asamblea Nacional, aunque se pretenden gestar leyes totalmente tuitivas y se busca que la sociedad perciba a un legislador eficiente, los discursos –incluso implantados en la mentalidad de muchos de los ciudadanos-, se inclinan al endurecimiento de las penas y la agravación de las tipologías existentes; empero, desde mi punto de vista, no ha prevalecido la reflexión profunda del porqué y para qué impregnar de mayor dureza a las sanciones, cuando desde el pensamiento de Cesar Beccaria se determinó con meridiana claridad que no es la severidad de las penas lo que reduce el número de delincuentes, sino la certeza de la aplicación de las penas justas y proporcionales al daño causado, de ahí la necesidad de contar con operadores de justicia independientes, capacitados, impolutos y probos.
Mírese que toda sociedad de riesgos viene de la mano de la represión de conductas no por necesidad social, sino por imposición de políticas internas de Estado o externas de otros países, que al promulgar una “inseguridad global” e identificar a los supuestos causantes de la misma, se ha llegado incluso en Europa a plantear la tipificación del fenómeno migratorio, sin siquiera contar con la identificación del bien jurídico fundamental que se pretende tutelar ni el ejercicio legítimo del derecho de los seres humanos al libre tránsito, sino que se emplea la ecuación sin fundamento ni regulada de la “peligrosidad”, con el añadido de que cabe anticipar potencialmente y sin límite alguno el comienzo del supuesto riesgo o peligro.
Ronald Dworkin[7] nos hace notar el nulo debate de los políticos acerca de lo que implican los “derechos”; en primera instancia porque se piensa que otorgar un derecho implica que a la persona se la debe dejar libremente ejercerlo y disfrutarlo sin limitación alguna, sin que se justifique cualquier tipo de interferencia; sin embargo, siempre existirá el velado cuestionamiento de si la actuación del individuo dotado de derechos es adecuada o socialmente aceptable; por este motivo es que la nace la “ambigüedad (…) de si un hombre tiene alguna vez derecho a infringir la ley. Una cuestión tal, ¿significa si alguna vez tiene derecho a infringir la ley (…), de modo que el Gobierno haría mal en impedírselo, arrestándolo o procesándolo?”[8]; arribando con esto al conocido como derecho de resistencia o desobediencia civil, que no ha sido reconocido en muchas legislaciones, precisamente porque una de sus características es que el desobediente, en base al ejercicio de su libre conciencia y pensamiento, acepta la sanción que se haya prescrito para la vulneración normativa, por cuanto se entiende que la norma deriva del un órgano con la debida potestad y competencia otorgada por el pueblo.
En Ecuador, nuestra Constitución ha reconocido este derecho de resistencia a través de su artículo 98, en donde claramente se permite que los individuos y los colectivos lo ejerzan frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales, dando vía libre así al reconocimiento de nuevos derechos (el énfasis me pertenece). En otras palabras, en nuestro país no sólo es que tiene cabida el ejercicio de la desobediencia civil, sino que no será sancionada, por el contrario generará el reconocimiento de nuevos derechos, aspecto del que vale decir, transgrede el sentido doctrinario de esta figura y podría generar la legalidad del irrespeto a las leyes generalmente obligatorias e incluso modificar la estructura del Estado, que no es ni será la pretensión de un desobediente civil[9].
Para finalizar, considero que la siguiente reflexión nos permitirá captar la esencia del análisis que los ecuatorianos nos debemos plantear, precisamente porque el reconocimiento de un derecho no lo es todo, es más, la garantía y efectividad de su correcto ejercicio es lo que nos debe importar, más aún en la estructura estatal actual que de modo alguno justifica el abuso del poder frente a potenciales riesgos. Por lo que frente a acontecimientos como la prohibición de una manifestación o protesta, en contraposición a la libertad de expresión y opinión en todas sus formas y manifestaciones[10], la participación ciudadana debe exigir rectificaciones. Del mismo modo el derecho al honor y al buen nombre, protegido por la ley penal, debe ser aplicado a cualquier persona que profiera ofensas en contra de otra, debido a que se ha ido en detrimento de su imagen; y más allá de centenares de ejemplos que podríamos precisar, es indispensable que los órganos encargadas de la administración de justicia y que forman parte de la Función Judicial, se ciñan a las normas vigentes, y ante todo, analicen que las personas gozamos de derechos inherentes a nuestra especie y no de los que los gobiernos de turno decidan concedernos, por cuanto esto generaría que los seres humanos carezcamos de derechos morales individuales y colectivos.
Si a pretexto de riesgo se limitan derechos de manera fáctica o sea a través de la declaratoria de un Estado de Emergencia –que del mismo modo tiene sus limites y requisitos propios-, la nueva estructura del Estado quedaría en entredicho y los cambios y avances que nuestra sociedad requiere, perderán su eje fundamental de respeto, de los valores democráticos necesarios y la libertad vinculada al imprescindible control ciudadano.
[1] ATIENZA, Manuel, El sentido del Derecho, España, Ariel, 2da. edición revisada, pp. 15 a 17.
[2] El poder entendido como la producción de efectos buscado, a la luz del pensamiento de ATIENZA, Manuel, en el Sentido del Derecho.
[3] Artículos 201, 202 y 195 de la Constitución de la República. Acerca del principio de mínima intervención penal, se pueden encontrar las pautas de su aplicación y su debate doctrinario en el artículo: “El principio de mínima intervención penal en la legislación ecuatoriana vigente”, en INTRODUCCIÓN AL ROL DEL FISCAL, Libro I, pp. 31 a 34, ARAUJO GRANDA, María Paulina.
[4] ARAUJO GRANDA, María Paulina, “Reflexiones acerca de la peligrosa expansión del poder punitivo: Derecho Penal de riesgo”, en REVISTA RUPTURA de la Asociación de Escuela de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, año 2007, pp. 228 a 239.
[5] Es necesario aclarar que cuando me refiero a desconfianza en el país, no hay conexión con las personas que lo representan y conducen en la actualidad, por cuanto un país no es su gobernante ni sus autoridades, sino si pueblo, su cultura, su territorio.
[6] ARAUJO GRANDA, María Paulina, Art. Cit., Revista “Ruptura”, p. 232
[7] DWORKIN, Ronald, Los derechos en serio, España, Ariel, 5ta. Reimpresión, 202, pp. 282 y 283
[8] Ibíd., p. 283
[9] ARAUJO GRANDA, María Paulina, La desobediencia civil, análisis político y penal, caso ETA, Quito, Editorial Jurídica Cevallos, 2007, pp. 35 a 50
[10] Numeral 6 del artículo 66 de la Constitución de la República.